
Uno de los criterios fundamentales de la lectura es la velocidad.
Hablamos a razón de unas 10.000 palabras/hora. Se empieza realmente a leer cuando somos capaces de leer 25.000 palabras en el mismo tiempo.
Asombroso ¿verdad?
Por debajo de esa cifra, lo que hacemos es reconstituir el lenguaje oral. Si el lector “escucha mentalmente” no pasará, por lo tanto, de esas 10.000 palabras/hora.
La auténtica lectura o exploración de lo escrito con los ojos se realizará a partir de las 25.000 palabras y, entrenándose, puede llegarse a las 45.000.
Es también curioso que esa técnica, en contra de lo que podamos pensar, no se consigue en la edad adulta. ¡Se aprende alrededor de los ocho años!
Puede compararse lo que ocurre, con el aprendizaje de un idioma extranjero.
Si se hace apoyándose en la propia lengua, nunca se aprenderá dicho idioma. Porque comunicar en una lengua es pensar y sentir en ella. Su pedagogía, pues, no puede pasar por la traducción.
De igual manera, todo lo que pretenda enseñar al niño la transformación de lo escrito en oral se encierra en una situación de la que le será difícil salir. Pronunciar lo escrito y comprenderlo acto seguido difiere mucho de leer. Lo escrito ha de producir significado directamente, sin tener que pasar por el puente del sonido.
Quienes leen mal hacen lo que aprendieron en la escuela: transformar simplemente la cadena escrita en cadena sonora.

Es posible percibir que los niños, cuando empiezan a plantearse cuestiones, son capaces de hallar las respuestas. En su experiencia vital, aún inconscientemente, identifican muchas grafías con el objeto real y así pueden llegar a muchas deducciones de las que los adultos no les crearíamos capaces.
En cuanto a la ortografía, podemos olvidar prejuicios y concepciones anteriores. Escritos de doctores y licenciados también tienen faltas.
Muchas palabras, al oído, ofrecen bien poca diferencia, por no decir ninguna. Supongamos “canal”, panal”, “vaso”, “bazo”… Viéndolas escritas es muy evidente su diferencia. ¡Y no pensemos en “vaca” y “baca”, “hoja” (de árbol o de libro), “hojear” y “ojear”… Ahí, en el momento de encontrar el escrito, y por el significado global de la frase en la que se encuentre, es cuando se resuelve el problema ortográfico.
Si leer no es transformar lo escrito en oral, hay que admitir también que escribir no es transformar lo oral en escrito. En ocasiones no es cierto aquello de “se escribe igual que se habla”.
Escribir, en realidad, es transcribir un significado, no un sonido. Para una correcta ortografía no hay, entonces, más que una solución: el uso, la repetición, la familiarización con dichas palabras.
Todo lo que debería pedirse a la escuela es que el niño sepa utilizar hoy lo que ve escrito. De ningún modo que se prepare para saber utilizar el escrito del que tendrá necesidad a los veinte años.
Hay que hacer vivir al niño situaciones en las que se implique, en las que tenga necesidad de lo escrito para proseguir. Como le es necesario hablar para poder comunicarse con los demás. Entonces aprenderá.
Rodeémoslo de libros, de carteles. Acompañémosle a descubrir palabras, no a través de las sílabas que las constituyen, sino a través del significado que tienen.
Aunque todo esto pueda parecer teórico y, quizás, un poco utópico, tres consejos a los padres:
1. No pongáis al niño ante un texto que hayáis escogido pidiéndole que lo lea en voz alta (o bajito, es igual). Es esencial saber que jamás controlaremos la lectura controlando la pronunciación.
2. Situad al niño para que, frecuentemente, rebusque en escritos a fin de que él mismo halle respuestas a las cuestiones que se planteé, por mínimas o sencillas que nos parezcan.
3. Habituad al niño a no detenerse ante una palabra que no comprende. O bien se le explica inmediatamente o bien se le dice: “No tiene importancia; continúa”.

Y sobre todo, los padres deberían cesar de crear proyectos pedagógicos para sus hijos por su cuenta.
En realidad, nos damos cuenta de que cuanto más enseña el maestro la lectura al niño, menos tiempo tiene éste de leer. Cuanto más se le enseña el lenguaje, menos habla. Cuanto más se le enseñe la matemática, menos contará y calculará…
Puede parecer ridículo lo dicho y, evidentemente, precisa matizaciones.
Sin embargo, se puede decir que cuanto más se pretende enseñar, menos aprende el niño. Y esta no es una afirmación gratuita; es un hecho comprobado fehacientemente por la mayoría de los educadores.
Suavicemos, entonces, la enseñanza de la lectura del niño y ayudémosle más a leer.
Quienes leen mal hacen lo que aprendieron en la escuela: transformar simplemente la cadena escrita en cadena sonora.

Es posible percibir que los niños, cuando empiezan a plantearse cuestiones, son capaces de hallar las respuestas. En su experiencia vital, aún inconscientemente, identifican muchas grafías con el objeto real y así pueden llegar a muchas deducciones de las que los adultos no les crearíamos capaces.
En cuanto a la ortografía, podemos olvidar prejuicios y concepciones anteriores. Escritos de doctores y licenciados también tienen faltas.
Muchas palabras, al oído, ofrecen bien poca diferencia, por no decir ninguna. Supongamos “canal”, panal”, “vaso”, “bazo”… Viéndolas escritas es muy evidente su diferencia. ¡Y no pensemos en “vaca” y “baca”, “hoja” (de árbol o de libro), “hojear” y “ojear”… Ahí, en el momento de encontrar el escrito, y por el significado global de la frase en la que se encuentre, es cuando se resuelve el problema ortográfico.
Si leer no es transformar lo escrito en oral, hay que admitir también que escribir no es transformar lo oral en escrito. En ocasiones no es cierto aquello de “se escribe igual que se habla”.
Escribir, en realidad, es transcribir un significado, no un sonido. Para una correcta ortografía no hay, entonces, más que una solución: el uso, la repetición, la familiarización con dichas palabras.
Todo lo que debería pedirse a la escuela es que el niño sepa utilizar hoy lo que ve escrito. De ningún modo que se prepare para saber utilizar el escrito del que tendrá necesidad a los veinte años.
Hay que hacer vivir al niño situaciones en las que se implique, en las que tenga necesidad de lo escrito para proseguir. Como le es necesario hablar para poder comunicarse con los demás. Entonces aprenderá.
Rodeémoslo de libros, de carteles. Acompañémosle a descubrir palabras, no a través de las sílabas que las constituyen, sino a través del significado que tienen.
Aunque todo esto pueda parecer teórico y, quizás, un poco utópico, tres consejos a los padres:
1. No pongáis al niño ante un texto que hayáis escogido pidiéndole que lo lea en voz alta (o bajito, es igual). Es esencial saber que jamás controlaremos la lectura controlando la pronunciación.
2. Situad al niño para que, frecuentemente, rebusque en escritos a fin de que él mismo halle respuestas a las cuestiones que se planteé, por mínimas o sencillas que nos parezcan.
3. Habituad al niño a no detenerse ante una palabra que no comprende. O bien se le explica inmediatamente o bien se le dice: “No tiene importancia; continúa”.

Y sobre todo, los padres deberían cesar de crear proyectos pedagógicos para sus hijos por su cuenta.
En realidad, nos damos cuenta de que cuanto más enseña el maestro la lectura al niño, menos tiempo tiene éste de leer. Cuanto más se le enseña el lenguaje, menos habla. Cuanto más se le enseñe la matemática, menos contará y calculará…
Puede parecer ridículo lo dicho y, evidentemente, precisa matizaciones.
Sin embargo, se puede decir que cuanto más se pretende enseñar, menos aprende el niño. Y esta no es una afirmación gratuita; es un hecho comprobado fehacientemente por la mayoría de los educadores.
Suavicemos, entonces, la enseñanza de la lectura del niño y ayudémosle más a leer.
________________________________
Ilustraciones de "Paracuellos". Carlos Gimenez.
Comentarios
Publicar un comentario