LA ESCUELA.



En la segunda mitad de los años 70 cambia el régimen político, la sociedad y todo lo que conocemos como España. Entre las estructuras que, inevitable y rápidamente había que remodelar se encontraba LA ESCUELA. Eran años en los que se luchaba por cambiar un sistema educativo al servicio de una clase política inmovilista y totalmente conservadora.
Grupos de maestros publicábamos, en las pocas revistas especializadas, artículos con los que pretendíamos, ¡ingenuos!, revisar la escuela y cambiar la forma de pensar de unos estamentos que, como tales, no servían para lo que se veía venir.
He encontrado una copia entre mis papeles. Y como se mezcla un poquito la nostalgia y el deseo de hacerlo, no me resisto a ponerlo en esta ventanita que, al fin y al cabo, es para todos.

LA ESCUELA.
Resulta bastante curioso estudiar los diferentes sistemas educativos imperantes actualmente en el mundo.
En todos ellos se trata, dependiendo del modelo social imperante, de adoctrinar al niño para que perpetúe el modelo en el que ha nacido. El niño es sometido a los más diversos métodos para que “llegue a comprender” que las cosas son, y han de ser, como nosotros decimos que son y han de ser.
Evidentemente, a la larga, el niño acaba, tarde o temprano, “comprendiendo” que nosotros teníamos razón y que ellos lo mejor que pueden hacer es obedecernos porque así todo les va a resultar más fácil y van a terminar “triunfando” en la vida. Unos pocos van a pensar que es posible que no tengamos razón, pero a éstos los catalogaremos inmediatamente de “incorregibles”, “rebeldes”, “indeseables”… Mas tenemos una solución: los marginamos, y se acabó el cuento.
Después, cuando sean adultos, los “triunfadores” se pasarán la vida saboreando las mieles del triunfo, sin comprender jamás que son justamente lo que los demás han querido que sean. Los otros, los molestos… mejor no hablar de ellos.
Todo este proceso tiene un error de principio, pensamos:
En nuestros sistemas educativos todo está dicho, todo está marcado desde el principio al final. Al niño, por lo tanto, la única opción que le queda es la de ir entrando por el callejón, irremisiblemente. A los niños que van entrando, los denominamos “educados”.

Y es que esto parece más fácil de entender que el que la educación es un proceso que se va gestando entre todos, niños y adultos, al partir de un contacto entre unos y otros.

Cuesta admitir que en el proceso educativo se educa tanto al niño como al adulto. Y, lo más importante, que la educación no es algo hecho, terminado a priori, sino la resultante de una vivencia común, de un trabajo común, de algo que se crea conjuntamente, y que la persona cuya profesión social es la de educar, lo más que puede hacer es propiciar esos momentos educativos que tienen un gran valor en sí mismos y estar muy alerta para detectar dónde aparece el hecho educativo y dónde se hace rutinario el comportamiento. Creo que ya sólo el hacer esta selección es un gran mérito.

Por supuesto, se descarta la idea de que un educador vaya a saber hasta dónde va a llegar en su labor. Creo que esto no muestra más que un profundo desconocimiento del niño y, desde luego, del hecho educativo en sí mismo.
Tanto dentro como fuera de la escuela, el niño se “auto-educa” a través de sus vivencias y nuestro deber como profesionales de la educación es el de proporcionarles el tipo de vivencias adecuadas para que alcance la plenitud de su personalidad, a través de nuestra intervención entre otras.
Desde luego, si la escuela no sirve para ese cometido, maldita la falta que hace.
Ya tiene la sociedad suficientes resortes de opresión y condicionamiento como para que la escuela se convierta en un instrumento más y en un enemigo del niño.
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(Ilustración: “Enciclopedia Tercer Grado”. Ed. Miñón. Valladolid. 1964).

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