¡UN NUEVO CURSO!





Comenzó el nuevo curso escolar.

Abrió la puerta del Centro una vez más, otro día, el primero de los niños, el doceavo de su trabajo.

Desactivó la alarma, subió las persianas, abrió la puerta del aula que le correspondía este año.

Contempló desde la ventana el ritual que iba a repetirse durante diez meses de curso. Le gustaba hacerlo. No era por afán de curiosear, sino por el de intentar empaparse de los hechos, que aún los más pequeños le servían para tomar el pulso a lo cotidiano. A medida que llegaban los padres de los mayores observaba en ellos una dinámica casi común: atusaban al niño/a, le recordaban algo señalando su maleta, un par de besitos en las mejillas, una palmadita y adentro, al patio del centro a esperar que sonara el timbre anunciado el inicio de la jornada escolar.

En su curso, de los más pequeños, no era así.

Miró al rincón del aula y su vista se topó con el perchero. Sobre cada uno de sus ganchos, el nombre del usuario infantil para quien estaba reservado.

Sonrió imaginando la escena:

Una fila de padres espera impaciente mirando el reloj y no preocupándose algunos de ellos de disimular su cara de fastidio. “Parece que se retrasan” dice alguien, olvidando que en un grupo raro es que todos relojes marquen la misma hora.

- “Buenos días, seño”, saluda el primer padre de la fila.

- “Buenos días don/ doña” (táchese lo que no corresponda), responde la seño atentamente.

- “Aquí se queda Jorgito. Ha tenido muy mala noche; casi no ha dormido. Tenía fiebre pero le

he dado antes de venir un paracetamol. Si viera que se vuelve a poner mal, me llama ¿vale?”.

- “Pobre Jorgito – dice la seño acariciándole el pelo-. Pero pase, pase. Póngalo usted mismo en su sitio”.

Y el padre de Jorgito entra, mira las perchas, ve el nombre del niño y lo sujeta, sonriente, del gancho correspondiente. Jorgito, medio somnoliento, parece no darse mucha cuenta de nada.

Le sigue la mamá de Darío.

Darío ha dormido bien, se le nota animoso.

- “Menos mal que ya me toca. He quedado a desayunar con (y pasa a citar su grupo de madres, esas con las que departe antes de entrar y después de salir)… y me parece que llego tarde”.

- “Pase, pase, no se entretenga”, le indica la maestra la percha de su hijo.

Con hábil gesto que da la costumbre, la mamá de Darío coloca a su niño y se marcha, con chándal y a lo loco, que después del desayuno (café y tostadas con mermelada y mantequilla) le toca footing por el paseo peatonal que corre paralelo a la playa.

Entra después, presuroso, el papá de Minerva. Angustiado y con gesto de enfado, mira a la maestra.

- Llego tarde al trabajo – dice dando golpecitos con el dedo en la esfera de su reloj. Busca en el perchero el nombre de su hija, la coloca en su sitio, se vuelve y acaba - Por cierto, Minerva ha dormido mal esta noche. Igual está estresada con la escuela. Supongo que eso habrá que solucionarlo, así que, cuando pueda, quisiera tutoría.

- Pero oiga, que es el primer…

A la seño no le da tiempo a acabar la frase, pues el bendito ha desaparecido raudo camino de su vehículo.

La seño mira el perchero. Hay dos huecos: Nurita y Adonis. Pero no le extraña. Siempre llegaron tarde el curso anterior, por lo que éste, en su primer día, tampoco tiene por qué ser una excepción.

Resignada, suspira, mira el reloj, el perchero, el calendario escolar y baja a los niños de las perchas uno a uno mientras murmura:

“¿Cuándo se enterarán algunos padres de que el perchero es para los abrigos y las bufandas, y no para los niños?”


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